Había dejado atrás un día de rosas y de nardos en el que fue asombro de cuantos llegaron para sonreír y llorar con su estampa; quedó atrás la salida del templo, encarnación de la letanía “Puerta del Cielo”; pasó ese momento, tanto tiempo esperándolo, de recorrer al menos por una vez en la vida los barrios macarenos que jamás había pisado, los vecinos de Sánchez Pizjuan, de la Venta de los Gatos sacaron a la calle los mantones, los cuadros de estampas antiguas que se cuelgan en el cabecero de la cama y las colchas para saludar en la madrugada alta a la que pese a los palos de la vida es “Causa de nuestra alegría”.
Cuando llegó al altar del Olímpico se empequeñeció para que brillara la nueva beata. Llegó la tarde y con ella la luz, una luz casi de otoño que le doro el camino de vuelta por el parque, bambalinas verdes de la arboleda. Y otra vez el puente, y otra vez el río que para volver a verla se vistió de plata, y otra vez la gente de esos barrios suyos por los que nunca pasa, otra vez quien vino desde lejos solo por verla, y otra vez sus marchas, y otra vez sus cosas, y otra vez su gente. De noche fue al hospital que lleva su nombre. ¿Qué necio se atreverá ahora a llamarlo de otra manera? Y en la madrugada alta mirando a la muralla se fue yendo despacito a su casa. Joaquín Caro Romero musita el verso hecho a medida: “La antorcha es candelería, de Resolana a Cartuja, donde su gracia dibuja, su pentatlón de alegría…”
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