Ya están puestas nuestras almas para
buscar en las calles -que tantos siglos se
callan- esa luz que, tras de sí, traerá el
cortejo de los días que forman esa Semana
por la que todas las demás existen

domingo, 19 de septiembre de 2010

Y el río, enamorado

Había dejado atrás un día de rosas y de nardos en el que fue asombro de cuantos llegaron para sonreír y llorar con su estampa; quedó atrás la salida del templo, encarnación de la letanía “Puerta del Cielo”; pasó ese momento, tanto tiempo esperándolo, de recorrer al menos por una vez en la vida los barrios macarenos que jamás había pisado, los vecinos de Sánchez Pizjuan, de la Venta de los Gatos sacaron a la calle los mantones, los cuadros de estampas antiguas que se cuelgan en el cabecero de la cama y las colchas para saludar en la madrugada alta a la que pese a los palos de la vida es “Causa de nuestra alegría”.

Las mujeres de piel negra se santiguaban en los balcones; los hijos de la américa española musitaban rezos endulzados con el almíbar de su acento. El puente Alamillo era como la Campana. Allí a eso de las seis cruzó por primera vez el río. La Virgen de la Esperanza fue asombro de las aguas oscuras que se empinaron de su lecho para ver quién era esa Mujer vestida de sol que arrastra las muchedumbres. El Guadalquivir se quedó con su cara. Con la misma cara que se llenó de ojeras con la luz de amanecer en el Parque del Alamillo, la misma cara -ya luminosa- que la mujer callada en el estadio, no paraba de mirar enseñándole, así con las manos, una foto pequeña - quizá era su hijo- para que volviera pronto de la guerra o se pusiera bueno.
Cuando llegó al altar del Olímpico se empequeñeció para que brillara la nueva beata. Llegó la tarde y con ella la luz, una luz casi de otoño que le doro el camino de vuelta por el parque, bambalinas verdes de la arboleda. Y otra vez el puente, y otra vez el río que para volver a verla se vistió de plata, y otra vez la gente de esos barrios suyos por los que nunca pasa, otra vez quien vino desde lejos solo por verla, y otra vez sus marchas, y otra vez sus cosas, y otra vez su gente. De noche fue al hospital que lleva su nombre. ¿Qué necio se atreverá ahora a llamarlo de otra manera? Y en la madrugada alta mirando a la muralla se fue yendo despacito a su casa. Joaquín Caro Romero musita el verso hecho a medida: “La antorcha es candelería, de Resolana a Cartuja, donde su gracia dibuja, su pentatlón de alegría…”

Llegó la noche. Aquella locura macarena por contentar a las Hermanas de la Cruz se había convertido en un sueño de alegría para la historia personal de cada uno. De todos menos de alguien. El Guadalquivir ya sufre eternamente de amores. Porque el río al verla se ha quedado enamorado para siempre de la Macarena. Llorará eternamente lágrimas verdes por ver de nuevo a La que un día cruzo su cauce para llevar la Esperanza más allá de los límites de lo posible y de lo imposible.



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